América del Sur ha hecho su entrada al siglo XXI desplegando su potencial económico, político y social. Algunas figuras han encarnado las fundamentales transformaciones que están ocurriendo.
En Argentina, Néstor Kirchner sacó al país del corralito de la desesperanza y la impunidad de los criminales y lo abrió a la confianza y la integración regional. El país, resentido con su muerte, encontró en su viuda, Cristina, continuidad y desarrollo defendidos con inteligencia y firmeza insuperables.
Venezuela, con la irrupción de Hugo Chávez, abrió camino ancho a la justicia social y la democracia en su país y de solidaridad y unidad bolivariana para toda nuestra América y el Caribe. El fue adalid de la segunda y definitiva independencia y portador del mensaje de redención humana del socialismo del siglo XXI.
La llama bolivariana se extendió, como hace doscientos años, al Ecuador y Bolivia. Un joven economista formado en las universidades del imperio, Rafael Correa, alzó la antorcha de la patria grande y le abrió vía segura a su pueblo y apuntaló la obra continental común. En Bolivia se confirmó el aserto martiano de que hasta que no echara a andar el indio no echaría a andar nuestra América. Ahora Evo Morales, amado por su pueblo, preside con éxito el Grupo de los 77 más China y su mensaje de los pueblos originarios se escucha con atención en la sede mayor de las Naciones Unidas, en Nueva York, y en el corazón del Vaticano, en Europa.
El gigante Brasil, en manos de un pobre niño limpiabotas llamado Lula, salió de un pasado de gobiernos militares y desigualdades inmensas sostenedoras de índices enormes de pobreza extrema para convertirse en una de las primeras economías del mundo con desarrollo e inclusión social y factor fundamental de integración suramericana que, a partir del MERCOSUR, alcanzó en UNASUR un ulterior desarrollo.
Luis Ignacio da Silva (Lula), que puede exhibir hoy títulos de Doctor Honoris Causa de varias importantes universidades,
al frente del Partido del Trabajo, ha liderado la más profunda transformación de la sociedad brasileña, obra continuada por una extraordinaria mujer, que entregó su juventud a la lucha revolucionaria y sufrió prisiones y torturas, y hoy desarrolla la obra de su predecesor con pasión y entrega: Dilma Roussef.
Otra mujer, Michelle Bachelet, hija de una víctima mortal de la tiranía de Pinochet, gobierna hoy en Chile como expresión de la voluntad popular que demanda cambios que borren grandes desigualdades y se haga justicia a los más desfavorecidos. Entretanto, en Uruguay, el Frente Amplio, con Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, ha combinado el retorno a la democracia y la estabilidad económica con la participación en la integración regional.
Estas personalidades del siglo XXI son las cabezas visibles de un cambio de época que va más allá de las fronteras de la América del Sur, en la cual hay abierto ahora un proceso de negociación de la paz en Colombia que llena a todos de esperanza y que, de lograrse, otorgaría al presidente Juan Manuel Santos un lugar imborrable en la historia de su país junto a los líderes de las FARC.
Pero el siglo XXI nos ha deparado una sorpresa inimaginable.
¿Quién podría haber imaginado que la Iglesia Católica tendría, por primera vez en su milenaria historia un Sumo Pontífice no europeo, un hombre proveniente del llamado tercer mundo, un latinoamericano, un argentino? El Papa Francisco ha llevado al Vaticano y a la iglesia católica el aliento cristiano primitivo de pureza y amor fraternal que coloca al ser humano en su justo lugar. Si hay un discurso solidario con los pobres de la tierra, ese es el que el Papa Francisco viene de pronunciar en la reunión ecuménica de representantes de movimientos sociales celebrada en el antiguo edificio del Sínodo a la que asistió también el presidente Evo Morales. El periodista Ignacio Ramonet, con su habitual lucidez, ya escribió una nota sobre este acontecimiento.
Supongo que la Misión Observadora del Vaticano en la Naciones Unidas ya haya solicitado circular el discurso como documento oficial y que las iglesias católicas lo tendrán como lectura para el próximo domingo.
Por mi parte me permito sugerir al diario Granma la publicación íntegra del texto y a la Mesa Redonda dedicarle, al menos, un programa. Parafraseando al popular psicólogo Calviño, repito: Vale la pena.
Verdaderamente, y la existencia de la CELAC lo anuncia, el siglo XXI lleva ya la marca indeleble de Nuestra América.