Por: Jorge Gómez Barata
Según Carlos Marx, el desarrollo del capitalismo aportaría la base económica a partir de la cual se establecería el socialismo. En Rusia ocurrió lo contrario. El socialismo construyó la base material y técnica sobre la cual las élites, que actualmente detentan el poder, levantaron un capitalismo con características que otros no tienen.
De hecho, los líderes que condujeron los procesos que pusieron fin a la Unión Soviética, pretendían perfeccionarla. El inesperado desenlace conllevó a resultados no previstos, entre otros, la disolución del país, el restablecimiento del capitalismo y la recuperación de la identidad de Rusia.
En aquellos acontecimientos se presentó la paradoja de que el socialismo sucumbió sin que existiera una fuerza social o política interna interesada en el establecimiento del capitalismo, que fue lo que ocurrió a partir de diciembre de 1991 cuando la URSS dejó de existir.
En aquellas confusas circunstancias, Rusia, que había sido el más poderoso de los países que integraron la Unión Soviética, se declaró heredero de la misma, con lo cual obtuvo sus prendas más preciadas: la inmensa economía soviética, su potencial nuclear y el asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Aunque en los meses y años siguientes la economía rusa fue despedazada, las reservas del país saqueadas por una ralea de oportunistas, que de manera generalmente fraudulenta, se apoderaron de industrias, establecimientos, tierras, transportes y maquinarias, constituyendo élites que, además de manejar imperios industriales, comerciales y financieros, se integraron a las estructuras políticas del nuevo estado, detentando las cuotas de poder correspondientes.
No obstante el desastre, el país y el maltrecho sistema político, conservaron reservas de la era soviética que permitieron, paulatinamente reintroducir cierto orden y coherencia, asegurando un desempeño que llevó al poder a personas como Vladímir Putin, un “cuadro” formado en la época y en los hábitos de mando soviéticos.
El país no necesitaba un demócrata ni un liberal. Putin que no era lo uno ni lo otro, sino un líder al estilo de la vieja escuela, tomó el mando. Aunque no le interesó restablecer el orden socialista, tampoco se resignó a gobernar un país irrelevante, planteándose el difícil dilema de restablecer el poderío de Rusia sin comprometer el perfil capitalista del sistema. Aunque la colisión con Estados Unidos trató de ser evitada, el riesgo siempre estuvo presente.
El pragmático liderazgo ruso retomó fragmentos de la tradición nacional y del orden soviético, combinándolos con elementos ideológicos y estructuras liberales, que dan lugar a un modelo político, que aunque de identidad dudosa, es eficaz y con una imagen apta para el consumo.
En Rusia funciona un esquema que, a la vez que no hace concesiones al populismo de izquierda, desarrolla un capitalismo cooptado por el Estado, que dispone de una poderosa economía pública que le permite hacer uso de grandes recursos, dictar directrices al sector privado, y lograr una cohesión social emanada no sólo de la eficacia del gobierno, sino también de valores ideológicos derivados de la tradición más que de la doctrina.
De hecho, el establisment ruso liderado por Putin, logra la cohesión social porque proporciona estabilidad, promete prosperidad y alienta el proverbial nacionalismo ruso. Internacionalmente, a la vez que se aspira a ser socio de Estados Unidos y la OTAN, se integra a movimientos emergentes como los BRICS y seduce a la izquierda latinoamericana, comportándose como si fuera uno de ellos.
En el empeño por desplegar esa plasticidad, Ucrania es una anécdota fallida, una piedra en el zapato que es preciso resolver. Los esfuerzos de la diplomacia rusa apuntan en esa dirección, y para lograrlo, algo tiene que ser sacrificado. Vivir para ver. Allá nos vemos.