Por: JorgeGómez Barata
El desencuentro
de Estados Unidos con América Latina es el hecho más negativo en la evolución
política del Nuevo Mundo, tal vez la mayor carencia de la política exterior
norteamericana, y fuente de frustración para los habitantes del continente. La
mala noticia es que probablemente no haya cambios sustantivos mientras ese
problema no sea subsanado. Las preguntas son ¿Será posible? ¿Cómo?
No obstante el
hecho de que la revolución norteamericana fue un estímulo para las luchas por
la independencia en hispanoamérica, y que prácticamente todos los países
adoptaron su modelo republicano y presidencialista, ninguno imitó sus
comportamientos económicos e institucionales. Por intereses de dudosa
pertinencia y ventajas circunstanciales, en América Latina, Estados Unidos se
adaptó a convivir con caudillos, oligarquías y regímenes autoritarios, que
desmentían su credo político.
Las evidencias
acumuladas prueban que, al apostar por la tolerancia y la alianza con las
oligarquías, los regímenes autoritarios y las dictaduras latinoamericanas,
Estados Unidos, que tampoco congenió con los proyectos nacionalistas y
obviamente fue adversario de la izquierda socialista, no ha cosechado
resultados positivos. El desencuentro tampoco ha sido rentable para esos
países, todos pobres y subdesarrollados.
La pregunta es si
finalmente Estados Unidos podrá convivir con los movimientos democráticos, que
desde el centro a la izquierda, comienzan a predominar y a cambiar el paisaje
político en el continente.
Con unos 150 años
de retraso y gigantescas deformaciones estructurales, las élites
latinoamericanas transitan los caminos que antes recorrieron Europa occidental,
central, y Escandinavia, con cuyos regímenes de izquierda, incluso socialistas,
Estados Unidos ha mantenido relaciones aceptablemente buenas, aún después de
haber transitado por dos guerras mundiales, e innúmeros desencuentros
circunstanciales.
Tal vez Franklin
D. Roosevelt se aproximó a una comprensión del entuerto al intentar implementar
la política de “Buena Vecindad”, Kennedy, al concebir una opción diferente con
la Alianza para el Progreso, y Carter, con su acento en la cuestión de los
derechos humanos y la democracia. A Roosevelt la II Guerra Mundial le impidió
avanzar, el magnicidio frustró las intenciones de JFK, y Carter no logró
reelegirse.
Esos pasajes y
todo lo demás son historia conocida, incluyendo las profundas reservas, lo que
por más de un siglo ha generado el errático comportamiento de los Estados
Unidos, que ha sembrado vientos, sin que ello haya generado un verdadero
antinorteamericanismo.
A pesar de los
enormes obstáculos gestados por siglos de yerros, el ocaso del dominio
oligárquico, y el avance de la izquierda democrática conceptualmente próxima
tanto al liberalismo clásico como a las teorías socialistas; y la doctrina
social de la Iglesia, corrientes que tienen en común creer en la democracia,
promover la participación popular, y reivindicar el papel del estado como
garante del bien común; pueden ofrecer una oportunidad que únicamente se
concretaría si Estados Unidos venciera las asignaturas pendientes.
A pesar de
enormes tensiones, es preciso admitir que Barack Obama avanzó un trecho, y
quizás hubiera podido ser el líder para la tarea, pero el tiempo no le
alcanzó, y su sucesor es un enigma. También lo es el auge del conservadurismo,
que invade una parte de la élite política norteamericana. En cualquier caso el
tiempo impondrá su veredicto. Allá nos vemos.