Estados Unidos no debe su origen a una larga evolución histórica, sino que fueron creados mediante un proyecto de ingeniería social cuidadosamente calculado y negociado, que condujo al fenómeno geopolítico más relevante de la era moderna y a un compendio de rarezas, entre ellas haber protagonizado la única revolución que no conoció la contrarrevolución interna ni externa.
Los líderes de la revolución de las 13 Colonias de Norteamericana, autores de la declaración de Independencia y de la Constitución, no inventaron la democracia, aunque fueron los primeros en codificarla y aplicarla en un inmenso país para el cual no precisaron nacionalidad ni gentilicio, no establecieron fronteras, idioma oficial, religión ni signo monetario. Tantas previsiones no pueden ser casuales.
La democracia que apuesta por elecciones con sufragio universal y la separación de los poderes del estado, toma distancia de la Iglesia, limita el campo de acción de los militares, encuentra su mayor virtud en la idea de la soberanía popular y en el empoderamiento de las mayorías que, en lugar de aplastar a las minorías, las protege. Estas, por su parte, respetan las leyes y se interesan por la preservación del sistema que le ofrece segundas oportunidades.
Esa dialéctica que requiere de un marco legal apropiado, institucionalidad sólidamente establecida, consenso general y estabilidad, regula las relaciones entre el poder y la oposición. La jurisprudencia liberal, consagra el derecho a la rebelión contra la opresión. En eso radica la legitimidad de las revoluciones.
Las revoluciones, triunfan allí donde antes fracasó la democracia y prevalecieron el despotismo y la tiranía. Así ocurrió en Cuba donde un movimiento autóctono, sin vínculos internacionales, apoyado por amplios sectores sociales opuestos a la dictadura de Fulgencio Batista y que sostenía un programa compatible con los ideales democráticos liberales, más o menos cercanos a enfoques socialistas, fue recibido por Estados Unidos como si se tratara de un conjuro demoniaco.
Al favorecer la emigración del estamento social que sostuvo la Republica, incluyendo las clases medias urbanas y rurales, no hubo en Cuba base social ni efectivos para estructurar una oposición a la Revolución. Entonces se apostó por acciones armadas y terroristas que coparon el espacio político que podía haber reclamado una alternativa más o menos legítima. Así surgió la contrarrevolución que hoy es historia.
Luego, llegó el turno a la disidencia, un pálido remake de tácticas seguidas en los ambientes soviéticos que no logró adeptos ni impactos en la sociedad cubana y cuyos vínculos orgánicos con Estados Unidos donde todavía el Congreso aprueba presupuestos para financiarla, la anularon completamente.
La coincidencia de tres procesos: fin del socialismo real, actualización del modelo económico y el inicio de la normalización de los vínculos con Estados Unidos, hacen de Cuba un escenario político enteramente nuevo en el cual, en la medida en que se concrete la normalización, cese el bloqueo, y desaparezca el acoso, se excluyan la intromisión externa y el peligro de agresión, lo que suele llamarse oposición, emergerá de modo más o menos natural como parte del ambiente democrático y no como elemento disolutivo, como alternativa a las personas que gobiernan y no como una agresión al sistema.
Al presentar el balance de medio siglo de intentos por forzar esas situaciones, provocar el colapso y fabricar una oposición interna, el presidente Barack Obama no pudo ser más honesto y certero: esa gestión fracasó. Espero que comprenda que no se trata de obtener lo mismo de otra manera, sino de abstenerse de aplicar a la política las técnicas de reproducción asistida.
Aunque sea de Perogrullo, vale la pena recordar que, del mismo modo que nadie imagina a un político estadounidense, británico o francés, recibiendo dinero aprobado por un parlamento extranjero y repartido por embajadas foráneas en Washington, Londres o Paris con el declarado propósito de cambiar el sistema, tampoco es admisible para Cuba donde además de inmorales, tales prácticas no son eficaces.
Es evidente que no existen alternativas a la democracia, cuya plasticidad la hace viable en cualquier sistema, incluido el socialismo, puede asumir formas específicas y que el perfeccionamiento al que avanza la sociedad cubana, abrirá espacios a alternativas políticas que no se propongan disolver el sistema sino administrarlo en función del interés nacional y no como delegados de potencias extranjeras.
Los sucesores de la generación histórica que todavía conducen el proceso político cubano, no serán afortunados herederos, sino políticos de nuevo perfil que deberán legitimarse de modo diferente a como lo hicieron sus antecesores. No se necesita ser oráculo, para intuir que no estarán solos en el ring. El presidente Raúl Castro, que crítica la unanimidad ficticia, alerta en esta dirección. Allá nos vemos.
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*En la redacción de este artículo he utilizado ideas que serán ampliadas en un ensayo en preparación conjuntamente con Lorenzo Gonzalo.