Por: Jorge Gómez Barata
Tal vez por designios providenciales o por genes incorporados durante la evolución, los humanos son gregarios y andarines. Se agrupan formando sociedades, nacionalidades, naciones y estados, y viajan, emigran, y retornan a sus países.
Debido al progreso económico y cultural, al establecimiento de la democracia, y la elevación del nivel de vida de muchos países, se facilitaron los procesos migratorios y el movimiento internacional de personas, se flexibilizaron las exigencias para salir y entrar de los países, se abarataron los costos y el tiempo de los viajes, y se favorecieron y liberalizaron las exigencias de los países receptores de visitantes y emigrantes, también se aconsejó la regulación.
En 2014 emigraron cerca de 300 millones de personas, alrededor de 60 millones fueron refugiados o desplazados, unos 1 100 millones viajaron en calidad de turistas, cuatro millones y medio estudiaron en el extranjero. Decenas de miles compitieron en eventos deportivos internacionales, se involucraron en actividades culturales, o en celebraciones religiosas.
Las legislaciones nacionales y las convenciones internacionales al respecto han transitado por diferentes etapas, reflejando los condicionamientos derivados de los conceptos filosóficos y políticos predominantes, del nivel de desarrollo, y las situaciones específicas de cada época y país. El colonialismo, el fascismo, y las tensiones que acompañaron a la Guerra Fría, entre otros procesos, significaron limitaciones al libre tránsito de las personas.
Aunque son pertinentes precisiones respecto a situaciones concretas, mientras estén vigentes las nociones de estado nacional y de soberanía, en concordancia con sus leyes y con los códigos internacionales, cada país establece las reglas de cómo los emigrantes, refugiados, y visitantes, ingresan, se establecen, se insertan, se asimilan, y conviven en sus sociedades.
Respecto a los emigrantes, la legislación, y la práctica, algunos países apuestan por la asimilación, es decir por la integración de los extranjeros a la sociedad que los acoge, aprendiendo su idioma y adoptando sus estilos de vida, y estableciendo la obligación de cumplir con sus leyes. Generalmente en la mayoría de las naciones occidentales se otorga a los residentes y nacionalizados amplios derechos, aunque en casi todas existen limitaciones.
Si bien se demanda de los países receptores el debido respeto de la condición humana, la cultura, la lengua, las religiones y las costumbres y tradiciones de las personas que acogen en el marco de legislaciones apegadas al derecho internacional, también las colonias y comunidades extranjeras deben asumir sus derechos sin violar la ley, afectar las prácticas sociales, ni ofender a los países que los acogen. Eso incluye a las comunidades islámicas.
En Europa hay más de 50 millones de musulmanes. Muchos de ellos residen en barrios llamados “islámicos”, en los cuales ciertas jerarquías pretenden imponer las reglas impuestas por la fe, que en ocasiones ni siquiera son obligatorias en sus países de origen. Según se denuncia, en algunos casos se trata de ghettos que fanáticos religiosos pretenden controlar, al punto de aspirar a imponer la “sharia” para lo cual cuentan con activistas que ejercen como policías religiosos.
Si bien los pobladores de esos barrios, gente humilde, trabajadores, intelectuales, y jóvenes, como mismo sucede con la mayoría de la población de los países islámicos, no se inclinan hacia el radicalismo ni favorecen el terrorismo, la presencia entre ellos de jerarcas, líderes y promotores de tendencias extremistas y de odios, representan un peligro real, que además alimenta la islamofobia auspiciada por la extrema derecha, hacia la cual gravitan otras tendencias políticas.
En cualquier caso se trata de un asunto que merece atención, y al cual me referiré en próximas entregas. Hasta entonces. Allá nos vemos.