Por: Jorge Gómez Barata
Ninguna vanguardia y ninguna revolución evade su
destino: conquistar, ejercer y conservar el poder, no para siempre, sino hasta
alcanzar sus metas. Ser el gobierno o estar en la oposición es una inversión de
roles que desafía la gravedad, y puede sorprender a vanguardias y militantes,
que de activistas pasan a funcionarios, y de críticos a criticados. La
neutralidad del observador se convierte en el compromiso del protagonista.
En América, donde el presidencialismo se
asocia al bonapartismo y a tradiciones autoritarias incorporadas al ADN
político, el poder presenta riesgos adicionales.
No recuerdo el momento en que en América
Latina se entronizó la mala práctica según la cual la izquierda no critica a la
izquierda, ni ésta ejercita la autocrítica. Esa involución empobrece el proceso político
progresista, y acrecienta la posibilidad de errar. Según Raúl Castro “la
crítica, como el purgante, aunque sabe mal, cura”.
Que recuerde, el último debate al interior de
la izquierda latinoamericana tuvo lugar en la década de los sesenta, e
involucró a Fidel Castro y a los partidos comunistas en torno a la lucha
armada. Ninguno tuvo toda la razón ni estaba completamente equivocado. La historia
decretó las tablas.
El tema viene a colación a propósito de las turbulencias
políticas en Brasil y las elecciones en Argentina, cuyos resultados,
desfavorables para la izquierda, se atribuyen a errores a los cuales algunos
añaden el adjetivo de “graves”, sin que nadie los haya especificado de modo
claro y en forma de sumario.
El problema no es que en Argentina, Bolivia,
Brasil o Venezuela las vanguardias y los líderes cometan errores, cosa que se
salda al reconocer que son humanos y no infalibles. La cuestión radica en si no
hubo posibilidades de preverlos y si las hay para examinarlos, reconocerlos, e
impedir que se ahonden o repitan.
Aciertos y errores hay siempre. El quid del
asunto es determinar si existió solvencia política para prever, o examinarlos una
vez detectados. Ello es importante para lograr que las organizaciones políticas
y populares sean parte de genuinas vanguardias habilitadas para discusiones
internas, la crítica, las autocríticas, y las rectificaciones, y no sólo maquinarias
electorales o instrumentos de poder, en cuyo caso el riesgo de burocratización
y acomodamiento son enormes.
Es importante además entrenar y habituar a los
líderes de la izquierda para lidiar con “fuego amigo”, y a los militantes para
no solo apoyar, aplaudir, y acatar, si no también ejercitar la crítica
constructiva.
Recientemente Noam Chomsky, probablemente la
más reputada de las figuras de la izquierda norteamericana, decidido partidario
de los procesos progresistas latinoamericanos a los cuales ha elogiado y acompañado,
expresó puntos de vista críticos, moderados, correctamente expuestos, de
naturaleza constructiva, y totalmente atendibles que, antes de ser evaluados
colectivamente, fueron refutados por el presidente Nicolás Maduro.
Afortunadamente no ha ocurrido lo mismo con
los juicios de Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, quien advierte
que “…los procesos progresistas han generado condiciones de vulnerabilidad… ante
lo cual, el primer paso es reconocer y analizar en qué decisiones nos
equivocamos…”, y añadió “…la historia de
los gobiernos progresistas se va a definir al interior de ellos mismos, no por
fuera”.
La primera vez que escuché a Fidel Castro
citar a Lenin fue en 1962 cuando aludió en sus palabras respecto a que “La
seriedad de un partido revolucionario se mide por la actitud ante sus propios
errores”. Se atribuye a un prohombre latinoamericano haber dicho “Saben elogiarme pero no
defenderme”. Allá nos vemos.