Por: Jorge Gómez Barata
Desde las elecciones presidenciales de 2013, en las cuales Nicolás Maduro fue electo por estrecha mayoría, se hizo evidente que la sociedad venezolana estaba políticamente fragmentada, situación que lejos de resolverse, parece agudizada. La división no alude a las preferencias por uno u otro líder o partido, sino a una disyuntiva expresada en la propuesta referida al régimen social y al sistema político.
La situación está caracterizada por la embestida contrarrevolucionaria, agresiones externas, guerra económica y mediática, y crisis económica. Esos factores asociados a elementos al interior de las filas y la dirección revolucionaria, condujeron al resultado electoral del D6, que refleja institucionalmente la situación existente en la sociedad, y cuya entidad, probablemente escapó a la percepción del liderazgo bolivariano.
En casi todos los países latinoamericanos, en la víspera de las elecciones las leyes establecen jornadas de “veda propagandística”, para facilitar un clima que permita la reflexión ciudadana. Tal vez debería legislarse lo mismo para el día después. De ese modo, sin prisas ni emociones, los ganadores y perdedores pudieran prepararse para realizar sus autocriticas y asumir sus respectivos roles.
Eso es necesario en Venezuela, principalmente al interior de las fuerzas revolucionarias, obligadas a asimilar cambios de gran calado y que parecen haberlas sorprendido. En materia parlamentaria el chavismo pasó del poder a la oposición, y los partidos de la Mesa de Unidad Democrática son, a partir de ahora y por un largo período, la mayoría y el sector “oficialista”.
Los primeros no dispondrán más de la capacidad para actuar de modo ejecutivo y expedito derivada del control de los tres poderes de estado y de la forma presidencialista de gobierno, y los segundos deberán probar que, además de criticar, atacar, y hacer oposición, saben cómo gobernar.
El futuro de Venezuela, donde a partir de ahora por voluntad popular el gobierno y la oposición están obligados a cohabitar al interior de las estructuras estales, pone en perspectiva una disyuntiva de vida o muerte. O estos factores avanzan hacia entendimientos mínimos, o el país puede tornarse ingobernable.
Una guerra entre el legislativo, investido de enormes poderes por la constitución vigente y donde la oposición disfruta de una cómoda mayoría, y el ejecutivo, habituado a un estilo de gobernar hegemónico, pero extremadamente débil en el parlamento, puede conducir a una era de ingobernabilidad que no beneficia a nadie, pero es particularmente nociva para el pueblo y la Revolución.
Para la Revolución Bolivariana, a la cual no le sobra el tiempo ni los apoyos, es importante explorar todas las posibilidades, no solo para recomponer la unidad de sus bases electorales, mejorar la gestión y la eficiencia de sus cuadros de dirección partidistas y estales en todos los niveles, sino para maniobrar e intentar abrir canales de diálogo que permitan mantener el orden, y asegurar el funcionamiento de las instituciones del estado.
Se trata de una coyuntura política enteramente nueva, que requiere de un desempeño adaptado a las nuevas circunstancias, de tácticas de lucha desde la minoría en escenarios a los cuales las fuerzas revolucionarias no están habituadas, y a los que deberá adaptarse en breve, con eficacia y desde la marcha. La tarea es harto difícil, pero es ineludible.
De la capacidad para operar en las nuevas situaciones, realizar una autocrítica constructiva, forjar los instrumentos idóneos y encontrar nuevos argumentos, depende la continuidad del proceso. Ahora se trata de salvar la revolución, que está sometida a amenazas externas e internas inminentes.
Es pertinente alertar de que: “No es posible hacer las cosas de la misma manera y esperar resultados diferentes…” Allá nos vemos.