Por: Jorge Gómez Barata
Si el estado no existiera habría que inventarlo. Tal como ocurre con las grandes creaciones humanas, es fruto de necesidades históricas que lo hacen imprescindible y de procesos espontáneos.
El estado hace las leyes y normas, y las aplica, ejerce la autoridad, dicta las políticas públicas, crea el dinero, recauda impuestos, y administra el gasto social. Juzga y condena a los infractores, privándolos de derechos, de la libertad, y en casos extremos de la vida, mediante la pena de muerte. Entre las facultades de que dispone figura el monopolio de las armas de fuego, especialmente las de uso militar.*
El estado se autorregula, estableciendo sus estructuras y funciones, redacta las constituciones, y fija las atribuciones de los poderes públicos, el modo y la periodicidad cómo se realizan las elecciones, y la aplicación de las leyes. Codifica lo relacionado con la propiedad y la herencia.
El estado trata de no involucrarse en la vida familiar, aunque establece el modo como se constituyen y disuelven los matrimonios, las obligaciones de los padres respecto a los hijos, y viceversa. No se mezcla en los problemas de alcoba, pero interviene cuando se ejerce violencia doméstica. Mediante leyes y actos protege a la mujer del acoso, es implacable con pederastas y violadores, no tolera la pornográfica infantil, y protege la diversidad sexual. En algunos países legaliza la prostitución y ampara a las meretrices.
Al presentarlo así, algunas doctrinas asumen erróneamente al estado como un ente exclusivamente opresor, arbitrario, invasor de la privacidad, y violento, atributos que pueden o no estar presente en su gestión. En los países donde funciona mejor, sin ser perfecto, es un instrumento de la democracia y no del despotismo, un conjunto de servidores públicos que ejercen sus funciones acorde a las leyes, y no al margen o contra ellas.
El estado está naturalmente dotado de una especie de plasticidad que le permite “aparecer y desaparecer”, “estirarse o encogerse”, intervenir o abstenerse. Allí donde reinan la paz, el orden, la normalidad, y disminuyen los delitos, la presencia de los agentes de la autoridad apenas se percibe. Ocurre lo contrario cuando el orden se altera, se violan leyes, y se entroniza la violencia.
Dotado de atribuciones totales, de poderes desmesurados, de capacidad para dictar las reglas y reprimir, cuando un estado pierde la brújula y de garante del bien común y árbitro entre los diferentes actores sociales se convierte en opresor, se transforma en un engendro terrible.
Así ocurre en épocas de dictaduras sanguinarias como las que en América Latina gobernaron el cono sur y Chile y reinaron durante décadas en Centroamérica, Haití y Santo Domingo. Un caso singular se presenta allí donde la institucionalidad estatal pierde sensibilidad ante las aspiraciones ciudadanas, se torna incapaz de reaccionar ante la ilegalidad, y es virtualmente tomado por élites divorciadas del pueblo, tal como parece ocurrir en países que como México comienzan a mencionarse como “estados fallidos”.
Para las vanguardias tercermundistas que luchan por alcanzar el poder y convertirse en cabeza del estado, comprender la génesis de estas estructuras y su comportamiento en diversas circunstancias es de vital importancia. No se trata solo de tomar el control del aparato estatal, sino de saber qué hacer con él. Allá nos vemos.
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*Una excepción son los Estados Unidos donde de modo bastante flexible los civiles pueden obtener, mediante compra, armas de asalto.
*Este artículo fue escrito para el diario mexicano ¡Por Esto! Al reproducirlo o citarlo, indicar esa fuente