Quien crea entender lo ocurrido en Colombia con el plebiscito, levante la mano.
La noticia no es que 6,436,055 votaron NO y 6,408,350 dijeron SI. El enigma radica en saber por qué más de veintidós millones no lo hicieron por lo uno ni por lo otro, y se abstuvieron. La paradoja es mayor al recordar que, desde la euforia desatada en 1945 cuando la Alemania nazi capituló ante aliados y soviéticos, no existía un hecho político que disfrutara de tanto consenso como los acuerdos de paz para Colombia.
Comenzando por Barack Obama y John Kerry, Vladimir Putin y Serguei Lavrov, el papa Francisco, Ban Ki-Moon, Raúl Castro, Juan Manuel Santos, y Timoshenko, varios expresidentes y los competentes negociadores de ambas parte, estadistas y personalidades relevantes de todo el mundo festejaron por anticipado el fin del más largo conflicto armado de la era moderna en occidente.
Los aplausos y las congratulaciones llegaban de todas partes, y muchos fueron a Cartagena de Indias para ser parte del hecho político más relevante de América Latina en medio siglo. Todos se equivocaron.
La noticia es que esta vez quienes erraron no fueron analistas o periodistas faltos de información y de recursos. Ahora se equivocaron la inteligencia norteamericana, la rusa, la israelí, y la del Vaticano. Fallaron los juicios del presidente de Colombia y del comandante en jefe de las FARC E-P que estaban sobre el terreno y en el centro de los acontecimientos. ¿Cómo pudieron no darse cuenta?
El enigma recuerda la perplejidad ante la caída de la Unión Soviética, que nadie fue capaz de vaticinar, y aún no ha sido explicada convincentemente.
Es comprensible que a seis millones de electores colombianos de los treinta y nueve millones convocados no les satisficiera el acuerdo alcanzado y votaran contra el mismo, lo cual no quiere decir que los más de veintidós millones que se abstuvieron quieran la guerra.
Excepto un estado de enajenación colectiva, o un derrumbe total de la lógica de los procesos políticos de signo progresista, no hay argumentos para explicar la sucesión de acontecimientos, que como un efecto dominó, tienen lugar en América Latina, donde las masas desandan un camino difícilmente recorrido y que, aún con enormes defectos, como tendencia general, las favorece.
Contra el acuerdo, casi sin excepción votó la Colombia urbana que habita las ciudades, donde se desenvuelven los grandes, medianos y pequeños empresarios, la intelectualidad, los artistas y literatos, las elites académicas, las comunidades científicas, las clases medias y los trabajadores más calificados.
En esas urbes circulan los más importantes diarios y revistas. Los canales de televisión emiten los principales noticiarios y programas, liderados por los más competentes conductores. Allí trabajan y actúan los líderes de las principales instituciones nacionales, y millones de conciudadanos sensibles al sufrimiento y al dolor humano.
Este hecho se suma a los acontecimientos políticos de Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Venezuela que indican un inexplicable deterioro del discurso y los proyectos políticos que empoderan a las mayorías populares. Como mismo no lo tuvo el kirchnerismo, ni lo tienen Lula y el Partido del Trabajo, y tampoco el PSUV venezolano, no hay en Colombia un “Plan B” que permita maniobrar, encajar el golpe, y reaccionar. De ahí la incertidumbre y la pregunta sin respuesta: ¿Ahora qué?
Si bien es cierto que el presidente Juan Manuel Santos no es un líder de izquierda, es obvio que su archienemigo Álvaro Uribe es representante de la más rancia oligarquía, del sector militarista, de la reacción y el paramilitarismo. Esa retorcida personalidad, arquetipo del derechista furibundo, acaba de ser reflotado, no por los que votaron sino por los que no lo hicieron.
Puede que Colombia se haya equivocado, también lo han hecho los que creyeron que las masas nunca lo hacían. Ocurre y con frecuencia. Estaremos al tanto. Allá nos vemos.
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*Este artículo fue escrito para el diario mexicano ¡Por Esto! Al reproducirlo o citarlo, indicar esa fuente