Por: Jorge Gómez Barata
Aunque acepto la santidad de algunas personas, no por los milagros que se le atribuyen sino por la consagración a buenas obras, el amor al prójimo y la lucha por el bien común realizada por religiosos y laicos católicos, tengo la certeza que no hay instituciones santas. No lo son el clero, la curia ni el papado; tampoco los partidos políticos y mucho menos las corporaciones y los bancos, lo cual no significa que sean diabólicas. ¡Hay de todo en la viña del señor!
Comparto además la metáfora que reiteradamente, al dirigirse a los militantes revolucionarios invocó Fidel Castro: “Es más fácil cultivar la virtud en los conventos que en las calles”. En la vida real, además de las inevitables tentaciones están presentes las contradicciones y las tensiones que aportan el medio, el tiempo y las luchas sociales, a las cuales están particularmente expuestos aquellos que asumen liderazgos y roles comunitarios. De esa urdimbre son parte tanto los militantes y los luchadores sociales como los gobernantes, los curas, obispos y los cardenales.
Por haber leído historias sagradas y profanas, conozco de antiguas y recientes acusaciones a papas, santos y beatos, entre otras a Pio XII a quien le tocó conducir la Iglesia en la Europa de Mussolini, Hitler y Stalin, los cuestionamientos a Karol Wojtyla que por nacer en 1920 tenía 19 años cuando en 1939 su país fue invadido por los nazis y bajo la ocupación se dedicó a estudiar teología y participar en representaciones de teatro clásico polaco. Con Joseph Ratzinger, el renunciante Benedicto XVI fue peor, pues formó parte de la juventud de las SS y sirvió en unidades antiaéreas. El turno le toca ahora al jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio.
De acuerdo a su conciencia, circunstancias personales, incluidos el valor, la devoción y a condicionantes tan diversas como imposibles de evadir, las personas, unas más esclarecidas que otras y con más visión que sus contemporáneos, adoptan distintos comportamientos y algunos, muy pocos son santos y héroes: Camilo Torres y Arnulfo Romero están entre ellos.
Aunque no me sorprenden las críticas que, por esto o por aquello, hubieran existido con cualquiera que hubiera sido electo, llama la atención la virulencia de la campaña en la cual, sospechosamente se mezclan acusaciones tan graves como la presunta colaboración con las sanguinarias dictaduras militares argentinas, nada menos que contra sacerdotes de su propia congregación, con asuntos triviales y con posiciones de principios de la Iglesia.
Por razones de espacio dejo para mañana el abordaje de lo que se sabe acerca de las acusaciones contra Jorge Mario Bergoglio, ahora Francisco, acerca de los casos del padre Francisco Jalics, del religioso Orlando Yorio y de la familia De la Cuadra, para dejar dicho que si bien se puede respetar la opinión que se tenga sobre el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo, no se puede condenar a la Iglesia por oponerse doctrinariamente a tales prácticas.
En cualquier caso, tal vez detrás de la campaña de descredito haya fuerzas oscuras y no precisamente luchadores por los derechos humanos y no sería extraño que los factores y las circunstancias que acorralaron a Benedicto XVI, lo agotaron y lo enviaron a un monasterio, estén descontentas con los resultados de la elección papal. No otorgo a Bergoglio el beneficio de la duda pero, antes de juzgar trataré de enterarme y entretanto, parafraseando a Nicolás Ríos: “Doy papa al tiempo”. Allá nos vemos.
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