Por: Jorge Gómez Barata
En México se percibe un ambiente de crisis integral próximo a la ruptura. Tal vez hoy haya tantas razones y argumentos como en 1910, cuando tuvo lugar la explosión revolucionaria. El país es profundamente desigual, la democracia ha dejado de ser creíble, la dependencia de Estados Unidos se ha acentuado, y es mayor la inseguridad.¿Está el país al borde del estallido social? ¿Hay manera de evitarlo?
En América Latina, entre las deformaciones estructurales originadas por el colonialismo y que aun persisten, la peor de ellas es el llamado modelo agroexportador, al que se sumaron los recursos mineros y el petróleo, e impidieron la implementación de políticas económicas de desarrollo nacional. La rapiña del capital extranjero, la desnacionalización de la burguesía, y la sumisión de las élites políticas, dieron lugar a un producto típico del subdesarrollo latinoamericano: el crecimiento económico sin equidad ni justicia social.
El fenómeno económico estuvo acompañado por otras deformaciones estructurales que motivaron el estancamiento en la evolución de los sistemas y modelos políticos, y en el escaso desarrollo y la debilidad de las instituciones civiles, cosa que acreditó a las oligarquías, abrió espacios a los ejércitos convertidos en protagonistas políticos, prostituyó la administración de justicia, y concedió un papel exagerado al clero y a los embajadores gringos.
México fue el primero en avanzar hacia soluciones de fondo a los males estructurales, que además de los mencionados, incluían el desprecio y la exclusión de los pueblos originarios, y lo hizo mediante la Revolución (1910) que puso fin a la dictadura, volvió la vista al campo y al indio, promulgó la Constitución de 1917 y continuó hacía la formación de instituciones nuevas y genuinas, entre ellas un partido político nacional que agrupara a las tendencias revolucionarias, y asumiera la participación política de las masas sin atomizar ni dividir al país.
La reforma agraria, el estímulo al movimiento sindical, la creación de estructuras a cargo de los asuntos indígenas, el impulso a la enseñanza y la educación popular, y la nacionalización del petróleo, junto a una política exterior justa y consecuente, colocaron a México en la vanguardia del proceso político latinoamericano.
Unido a ello los revolucionarios mexicanos intentaron cultivar un sistema democrático, que teniendo como centro a un estado federal identificado con el bien común y partidos atentos al interés nacional, permitieran al país avanzar con paso seguro y clara visión del porvenir.
Sin embargo, algo falló: al ser institucionalizada la Revolución mexicana perdió impulso y profundidad, para algunos fue castrada, y la democracia fue primero cooptada y luego secuestrada por un partido que perdió la brújula y favoreció la formación de una oligarquía de cuello blanco, que afirma su poder no en el apoyo del pueblo, sino en la capacidad de su maquinaria para manipularlo, y ha secuestrado la democracia.
México necesita un sacudón telúrico que le devuelva el ímpetu, las ganas, y que satisfaga las ansias de justicia social de su pueblo. Falta, sin embargo, el liderazgo que rescate el estilo revolucionario y libere a la democracia secuestrada.
Los sucesos de Guerrero, más que una anécdota, parecen ser un detonante. Ojalá y aparezcan las fuerzas capaces de conducir por cauces adecuados las ansias de justicia de las masas. ¡Falta hace! Allá nos vemos.