Por: Jorge Gómez Barata
Aunque es legítimo tomar nota y celebrar cada avance, no debe exagerarse el significado de eventos coyunturales ni asumir como cumplidas metas históricas prematuramente. Los cambios políticos son verdaderos cuando son irreversibles, y se transforman en tendencias, más o menos globales. Es lo que originalmente se conoció como un período de revolución y hoy se prefiere describir un cambio de época.
Un proceso de ese tipo ocurrió en América Latina en el siglo XIX, cuando comenzando por Sudamérica y México, prácticamente de modo simultáneo, en toda la región se propagó la ideología liberal y el republicanismo y se desplegó la lucha por la independencia que condujo a la formación de unas veinte republicas que junto a Estados Unidos pudo haber configurado un formidable conglomerado democrático.
La historia pareció repetirse en la década de los años sesenta del siglo XX cuando, en medio de la Guerra Fría, una desfavorable coyuntura histórica, triunfó la Revolución Cubana que promoviendo un auge en las luchas políticas que fue rudamente confrontado por los Estados Unidos, quien combatió hasta prácticamente liquidar no solo a los focos de lucha armada, sino a los intentos nacionalistas y proyectos legítimamente democráticos como el gobierno de la Unidad Popular que en Chile encabezó Salvador Allende.
Desde el otro extremo del espectro político, avanzaron fuerzas que intentaron no solo contener aquellos procesos que en conjunto pudieran ser calificados como de izquierda y que por su naturaleza reaccionaria y conservadora condujeron a nuevas dictaduras militares en el cono sur, reforzaron el poder de las oligarquías y en su etapa final introdujeron el neo liberalismo.
En la zaga de unos y otros acontecimientos a lo que se sumó el tsunami político que significó la crisis del socialismo en Europa Oriental y la desaparición de la Unión Soviética, en poco más de una década, se ha configurado una nueva situación caracterizada por el surgimiento de una nueva izquierda que, aunque crítica de las estructuras políticas tradicionales, en unos casos más que en otros, cree en la democracia como camino y destino.
Una muestra de la consolidación de los eventos históricos que hacen funcional a la causa popular las ideas liberales y las correspondientes estructuras económicas y políticas son los avances en Centroamérica donde, a pesar de las asignaturas pendientes: subdesarrollo, pobreza, violencia y otros femémonos negativos, las instituciones en las cuales se sostiene la democracia han sido capaces de soportar pruebas decisivas.
Los procesos políticos en Nicaragua, desde el triunfo de la Revolución Sandinista en El Salvador, Honduras, Guatemala y Panamá, en los cuales se han alternado diferentes fuerzas políticas, tiene en general un signo positivo, han creado un marco propicio para un sostenido crecimiento económico y progreso social del país y, probablemente estén indicando que, allí también se ha cruzado una línea de no retorno a partir de la cual la vuelta atrás es imposible.
En Guatemala, las instituciones democráticas acaban de soportar dos pruebas decisivas: las denuncias, el enjuiciamiento y prisión preventiva a la vice presidenta Roxana Baldetti y más recientemente del presidente Otto Pérez Molina y la exitosa celebración de las elecciones generales.
No se trata de milagros ni de coyunturas fortuitas, son avances consolidados. La ofensiva conservadora en América Latina es un hecho y un peligro para los proyectos de inspiración popular, lo cual no significa que pueda triunfar ni revertir lo alcanzado. Allá nos vemos.