Por: JorgeGómez Barata
Entre los
problemas estructurales de América Latina, dos son responsables de la situación
general de continente. Ellos son la incapacidad para trascender el modelo
económico agroexportador establecido en la colonia, y la debilidad
institucional que ha impedido la entronización de la democracia.
La base del
modelo agroexportador fue el comportamiento depredador de la ocupación europea
que asumió al Nuevo Mundo como un botín, y se dedicó a organizar el saqueo. En
la primera etapa se trató de cargar a lomos de animales, transportar en sus
navíos, y trasladar a Europa todo cuando podía ser apañado. A esa estructura se
sumó el capital extranjero, que en connivencia con las oligarquías nativas, dio
lugar a la dependencia y el neocolonialismo.
Extraer y acopiar
sin costos, o producir materias primas y productos semielaborados para exportar
utilizando mano de obra esclava o barata de baja calificación, dio lugar a un
modelo económico que a lo largo de más de medio milenio, no ha hecho más que
perfeccionarse impulsando el “desarrollo del subdesarrollo”.
Ese modelo que
sobrevivió a la independencia, volvió la espalda a la población nativa,
creadora de las riquezas y en gran medida excluida del consumo. Ningún país
latinoamericano, en ninguna época, y ningún proyecto de desarrollo, incluyendo
los esfuerzos nacionalistas, ha dado prioridad al consumo nacional y al mercado
interno.
Todos, de un modo
u otro se resignan a ser apéndices de las economías metropolitanas y conviven
con la pobreza, y de alguna manera continúan cambiando diamantes por
espejos.
Debido a
realidades, equívocos doctrinarios y políticas económicas erradas, la historia
económica y política latinoamericana ha estado constituida por una noria fatal,
en la cual se alteran ciclos de bonanza derivados de mayores demandas y mejores
precios para la exportación, y épocas de “vacas flacas”.
Invariablemente,
una parte de los ingresos obtenidos por concepto de exportaciones de productos
valiosos, a los cuales se agrega poco o ningún valor, retornan al extranjero
por concepto de importaciones, mientras otra, emigra en forma de depósitos
bancarios, inversiones o gastos suntuosos o superfluos.
Atrapada en ese
círculo vicioso, de un modo anómalo, América Latina pobre y atrasada, comienza
a integrarse a la economía global, donde pretende alternar con potencias y
economías altamente desarrolladas, y con países capaces de cubrir prácticamente
todas sus necesidades.
Para que ese
modelo, excluyente, discriminador, explotador e injusto funcionara, se requirió
de una estructura política autoritaria, que asumió la forma de gobiernos
oligárquicos, conducidos por caudillos y muchas veces por dictadores. El modelo
económico latinoamericano, desde el descubrimiento hasta la fecha, no sólo
impide el desarrollo, sino que es incompatible con la democracia.
Cambiar esa
ecuación es la tarea histórica que ha comenzado a realizar la generación de
líderes de la nueva izquierda democrática que, por vía electoral, se ha
colocado al frente de los gobiernos, y comienza a regir los destinos del
continente.
Ahora no se trata
solo de cambiar a los actores, sino de modificar las reglas del juego.