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jueves, 27 de octubre de 2016

POR QUÉ LOS GOBIERNOS DE IZQUIERDA NO SE CONSOLIDAN (II)

Por: Jorge Gómez Barata 

Si bien dos siglos atrás las luchas por la independencia en América Latina condujeron al establecimiento de repúblicas liberales, las constituciones y las instituciones creadas no pudieron impedir la formación de oligarquías, que asumieron los países como botín, y los gobernaron de modo autoritario y de espalda a los pueblos. 

Al margen del pensamiento de los grandes próceres, muchos de los cuales “araron en el mar”, en Iberoamérica hubo grandes campañas militares por la independencia, pero ninguna revolución social. La derrota de España no supuso un desarrollo considerable del pensamiento y la institucionalidad política, ni la solución de los problemas estructurales de fondo, sino la sustitución de la dominación de la metrópolis por las oligarquías criollas. 

En lugar de democracias autóctonas se formaron oligarquías, que entre otros fenómenos lamentables mantuvieron, e incluso profundizaron la discriminación de los pueblos originarios, conservaron el modelo económico agroexportador basado en el latifundio, la economía minera extractivista, y el rentismo que no generó desarrollo y dio la espalda a los mercados internos, incentivó la explotación de mano de obra barata, y facilitó la dependencia al capital extranjero y el satelitismo político, todavía vigentes.  

Debido a esa evolución, desde hace más de cien años, en diversos países, de manera intermitente se establecen gobiernos nacionalistas, desarrollistas, progresistas o de izquierda, de los cuales ninguno ha logrado consolidarse. Aunque algunos, como los de Getulio Vargas, Irigoyen, Perón o Cárdenas, aprovechando coyunturas favorables, promovieron cierto desarrollo e industrialización, y realizaron grandes obras, pocos han dejado legados irreversibles. 

Esa dinámica comenzó con la Revolución Mexicana de 1910 la cual, con enormes contradicciones y grandes costos sociales, avanzó en la implantación de un sistema político que consiguió desplazar a dictadores y caudillos, y establecer reglas democráticas, pero no logró desplegar un modelo político eficiente. Después de etapas brillantes y retroceso lamentables, la Revolución mexicana es una conmemoración celebrada en un país sumido en una crisis, para cuya solución sus instituciones no parecen solventes.

La izquierda actual, necesita comprender que una mayoría electoral del cincuenta o sesenta por ciento de los que acuden a votar está lejos de ser un consenso nacional, y que a veces, es lo contrario, una fractura que provoca retrocesos, tal como ahora ocurre en Paraguay, Argentina, y Brasil. Tampoco basta con convertir las escasas organizaciones existentes y los movimientos sociales en maquinarias electorales. 

 Mientras que, aprovechando los éxitos que surgen ligados a coyunturas y a líderes con capacidad de convocatoria para movilizar a parte del pueblo, no se logren concebir programas capaces de sumar a la mayoría del país, incluyendo a sectores influyentes como liberales, empresarios nacionales, clases medias, y a los elementos que Cristina Fernández llama “nuevas mayorías”; los gobiernos progresistas serán breves paréntesis.  

La derecha no necesita de contrato social alguno ni de consensos nacionales, porque ella se impone sobre la mayoría indefensa del pueblo. La izquierda, por el contrario, deberá confrontar a las fuerzas que detentan el poder real, manejan la economía, y controlan los medios. 

En política y en materia electoral, en el entorno latinoamericano, los dilemas no se limitan solo a cantidades de votos, sino que necesita velar por la calidad de la adhesión. Se pueden ganar elecciones y referéndums, pero ello no basta para hacer avanzar la historia y hacer irreversibles las conquistas. Allá nos vemos.   
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*Este artículo fue escrito para el diario mexicano ¡Por Esto! Al reproducirlo o citarlo, indicar esa fuente